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La momia de la hija del doctor Velasco - ¿Dónde se encuentra la momia?

¿Quién era el Dr. Velasco?
Para situarnos diré que fue el fundador del actual Museo Antropológico de Madrid, el que se encuentra situado enfrente de la estación de Atocha. Fue catedrático de Operaciones y Anatomía de la Escuela de Medicina de San Carlos, además de coleccionista, viajero y científico eminente que, sin embargo, ve marcados los últimos años de su vida por la obsesión de la muerte de su pequeña hija de quince años de edad.

La hija del doctor Velasco era delicada, enfermiza, rubia y muy pálida. La leyenda nos asegura que los médicos de la época no pueden atajar la tisis que contrajo. Al fin muere y los doctores Velasco y su discípulo Muñoz no salen del domicilio en varias jornadas. Pronto se sospecha que algo misterioso ha sucedido y el doctor Velasco desvela que ha embalsamado a su hija.

Obtiene un permiso especial, dado su prestigio científico, para retener el cadáver en su propio domicilio y aquí surge la leyenda. Muñoz y Velasco sacan una vez por semana de la vitrina a aquella chica acartonada, vestida de novia y la sientan en la mesa, en donde tiene reservado su cubierto. La llevan a la ópera y el secreto acaba convirtiéndose en vox populi. Todo el mundo habla de ello. La leyenda negra crece y en cierto modo atemoriza a la ciudad.

"Cada día al volver del laboratorio la sacamos de la vitrina y la sentamos a comer con nosotros. Digo en la comida de la tarde, para lo cual nos vestimos de gala. Lo mismo el doctor Muñoz que yo dirigimos a ella en la conversación y en nuestra mente le atribuimos las respuestas que ella nos daría. Después salimos de paseo los tres igual que antes. La única diferencia consiste en que ahora en lugar de salir a plena luz salimos al oscurecer entre dos luces".

Esto forma parte de un cuento de Ramón J. Sender (incluido en su libro La Llave) publicado en 1960, donde se hace eco de la historia de la hija del Dr. Velasco que fue aumentando en detalles escabrosos y perjudicando en cierto modo la imagen profesional del doctor Pedro González Velasco.

¿Que había de cierto en todos estos chismorreos? ¿Acaso fue verdad que el doctor Velasco tuvo una hija que murió muy joven de tuberculosis pulmonar, que fue embalsamada por su padre y su novio, que la sacaban en coche de caballos a dar un paseo y que la tenían guardada en una vitrina como si fuera una pequeña diosa del hogar?



Todo esto y más se podía escuchar en los mentideros del Madrid de finales del siglo XIX, hasta el punto de que en los años setenta del siglo XX cierta prensa del corazón dijo que ya se sabía quién era la ansiada novia de El Cordobés: nada menos que la hija del Doctor Velasco y hubo gente que se lo creyó...

Verdad y mentira
Una investigación que llevé a cabo en 1998 con la periodista Clara Tahoces sirvió para dilucidar algunos aspectos oscuros de esta historia.

La realidad fue que la hija había fallecido de fiebres tifoideas, no de tuberculosis pulmonar. Existía un certificado médico expedido por don Mariano Benavente, el padre del famoso dramaturgo Jacinto Benavente, que atendió a la hija en los últimos días de su vida, donde se especificaba que su enfermedad eran las tifoideas y no la tuberculosis como siempre se había dicho.

No sabíamos el nombre de la hija a pesar de que su referencia estaba por todas partes. Teníamos una dudosa pista en el relato de Sender -donde él la llama Gertrudis- pero no sabíamos hasta dónde llegaba la imaginación del novelista aragonés y quisimos confirmarlo.

Al final lo supimos de la mano del Dr. Arturo Perera y Prats. Se trata de una comunicación de 29 páginas, enviada a la Real Academia Nacional de Medicina en mayo de 1967. El opúsculo se titula: La vida del Dr. Velasco, creador de un Museo, en el cual nos suministra varios aspectos biográficos de este hombre de ciencia. Como, por ejemplo, que al llegar el doctor Velasco a Madrid, pobre de solemnidad, empezó a servir en una aristocrática mansión y allí conoció a una agraciada, "pero humilde joven", compañera de servidumbre, llamada Engracia Pérez de los Cobos, de la que se enamoró y fruto de sus amores nació Conchita.

Nos estaba hablando de una hija (por fin teníamos el nombre) nacida fuera del matrimonio. "Pero es el caso que no podía casarse -sigue escribiendo el Dr. Perera-; recordaréis que el Doctor Velasco había sido ordenado de menores... al correr de los años y acrecentar su capital y sus amistades y al ser conocido y estimado pensó naturalmente en la ingrata perspectiva que se ofrecía a su hija, sacrílega según todas las leyes... Para remediar todo esto sólo había un medio: poder casarse con la madre de su hija, previa la dispensa de sus antiguos votos por el Papa (se está refiriendo a Pío IX)... Volvió a España. Aún la Curia Romana puso los tradicionales obstáculos. Pero ya tenía la partida ganada y a ello le ayudó no poco el Cardenal Moreno, que el conocía y estimaba... Se casó pues con la madre de su hija y ésta fue legitimada".

Todos coinciden en afirmar que el doctor Velasco tuvo dos querencias en su vida: la creación del Museo Antropológico, inaugurado el 29 de abril de 1875, y su delicada hija Conchita. Cuando ésta murió, su recuerdo se convirtió en obsesión.

Apenas trascurrido un año de su viaje a Roma y de su posterior casamiento, una epidemia de tifoidea asoló Madrid y Conchita cayó enferma. Fue asistida por el amigo de Velasco, el Dr. Mariano Benavente, que le recomendó reposo, atentos cuidados y un estricto régimen. Al parecer, al impulsivo doctor Velasco no le gustó este diagnóstico. Un aciago día -nos dice el Dr. Peralta- no pudo reprimirse, pudo más su impaciencia que la confianza y amistad con Benavente (al que llamaba "médico del agua" debido a sus tratamientos) y ni corto ni perezoso, hizo beber a su hija un vomitivo o purgante con el fin de que se restableciera cuanto antes. Fue peor el remedio que la enfermedad. Relata Jacinto Benavente esta secuencia en la vida de su padre diciendo que llegó a su casa preocupado y colérico, arrojó al suelo el sombrero, acompañándose con rotundas interjecciones, cuando su mujer le preguntó, como todos los días, por Conchita, exclamó encolerizado: "¡Ese Velasco, ese Velasco, va a matar a su hija! Si es otro, le pego, le mato. Pero es su padre..."

Lo cierto es que al poco de suministrarle la pócima, una hemorragia fulminante acababa con la vida de la pobre Conchita y aquí empieza parte de la funesta leyenda negra...

El doctor Velasco, con un complejo de culpabilidad que le pesaba como una losa (pedía a gritos al doctor Benavente que le matase a él por ser el asesino de su propia hija), no podía soportar que su adorada hija sufriera la descomposición de su muerte y él mismo procedió a embalsamarla con la mayor celeridad. Su pasión empezaba a ser enfermiza. En su propia alcoba de médico colocó las muñecas de su hija, prodigó sus retratos y uno de ellos lo llevaba en su coche con dos candelillas encendidas, como si se tratara de la imagen de una Virgen.

¿Dónde se encuentra la momia?
Hasta aquí brevemente su historia, pero aún quedaban varios aspectos por dilucidar como ¿qué fue de la momia de Conchita? Todas las pistas conducían a dos lugares. O la hija estaba enterrada en el cementerio de San Isidro junto con su madre y su padre o bien estaba de cuerpo presente en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense. Nuestros datos apuntaban precisamente en esta última dirección.

Sabemos que Velasco, cuando diseñó su Museo, tenía previsto hacer en el centro del salón de honor un monumento en donde descansarían los restos suyos, de su mujer y de su hija (de hecho, hoy se puede ver en el Museo Antropológico la lápida funeraria que él mismo diseñó y redactó). Tras embalsamarla, permaneció en el Museo bajo la custodia del que fuera su prometido y del Dr. Velasco y así estuvo hasta que éste último murió el 21 de octubre de 1882 (dos días antes de su cumpleaños) rodeado de algunos discípulos y de su esposa.

¿Y que fue del doctor Muñoz, el malogrado prometido? Pues ni le ayudó a embalsamar a Conchita ni se llamaba Muñoz. Esta es otra de las falacias que hemos conseguido desvelar. En realidad su novio fue Teodoro Núñez Sedeño, catedrático auxiliar de Técnica Anatómica. Este dato es fiable porque quien lo dice es el doctor Arturo Perera, discípulo directo del Dr. Núñez. Cuenta que al ser clausurado el museo, éste "arrebató los tristes restos, los mantuvo escondidos y años después, al ser nombrado profesor de la Facultad, con gran sigilo, los trasladó allí".

Describe al doctor Núñez como un hombre robusto, de rubicundo rostro, con un pintoresco atuendo de hongo marrón y capa del mismo color que ni para disecar se lo quitaba. Su traje siempre era invariablemente de luto. Al parecer fue él quien depositó la momia en la Facultad de Medicina, la cual seguía siendo objeto de un escondido culto. Afirma Perera que todas las tardes, sin faltar una, el doctor Núñez, "antes de cerrar el local, desaparecía un rato, bajaba a un sótano y volvía muy otro y con los ojos enrojecidos y llorosos...¡Y todo hay que decirlo! Los mozos del local aseguraban que ante aquella urna misteriosa lloraba, hablaba y ¡bebía!"

Nos quedaba confirmar si realmente la momia estaba depositada en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid. Allí fuimos y hablamos con el catedrático de Anatomía, el doctor Jiménez Collado. No tenía ningún documento que lo demostrara pero nos aseguró que la momia de la hija del doctor Velasco estaba allí, en una de las aulas-museo del Departamento de Anatomía II, con un pequeño cartel escrito a mano por don Julián de la Villa, anterior catedrático de la disciplina (a quien está dedicada el aula). El doctor Jiménez Collado insistió: “Sólo existe el testimonio verbal de que esto es así, pero es un testimonio de toda la vida que yo siempre he oído”.

Por nuestra mente pasaba la idea de poder contemplarla.”¿Quieren ustedes ver a la momia?”, nos preguntó. Parece que nos estaba leyendo el pensamiento. Tras recorrer unos cuantos pasillos que se nos antojaron largos y siniestros, entramos en un aula, nos dirigimos a la parte trasera de una pizarra y allí estaba... la hija del doctor Velasco, Conchita, con aspecto frágil, diminuta (poco más de un metro), blanca, desnuda, hierática, embalsamada y no muy deteriorada a pesar del tiempo transcurrido a la intemperie.

Las ironías del destino: la que fuera idolatrada y agasajada, yacía ahora escondida en una fría aula, detrás de una pizarra, sin panteón ni tumba que acoja sus últimos restos.
Publicado por: Jesús Callejo Cabo

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